Los cuatro minutos que definen a D10S
El 22 de junio de 1986, Diego Armando Maradona les anotó a los ingleses un gol con la mano y uno de genio.
Noticias RCN
11:10 a. m.
Hace 40 años terminó la guerra de las Malvinas. De hecho, en junio de este año, en Reino Unido realizaron actos para conmemorar la rendición de Argentina, que puso cientos de muertos en una disputa colmada de desventajas para el país suramericano. Esa herida quedó abierta desde la Patagonia hasta Iguazú.
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En ese 1982, Diego Armando Maradona disputó su primer Mundial. En 1978, César Luis Menotti lo había dejado afuera y él tuvo que tragarse la bronca. En España, al astro lo molieron a patadas y fue expulsado. No salió como esperaba. Terminó ese certamen, con Italia campeón, y el de Villa Fiorito ya quería que llegara el próximo.
En ese ciclo de cuatro años, Maradona pasó del Barcelona al Napoli, donde se hizo un dios que reivindicó la lucha del sur italiano contra los poderosos del norte. Además, recibió la capitanía de la selección, cuando Carlos Salvador Bilardo asumió como entrenador de la albiceleste y lo visitó para decirle que él era el único imprescindible.
Y él, que había crecido en medio de la miseria y solo con la pelota como escape de ella, se sintió el dueño del fútbol. Y por un tiempo lo fue. En Barranquilla, en la gira de preparación para la Copa del Mundo de México 86, les expresó confianza a sus compañeros, aunque la prensa los azotaba con críticas porque no jugaban bien.
En la sede del América de México,el Pelusa se instaló con sus imágenes religiosas, queriendo ser el último futbolista en salir de esa nación. Y Argentina fue avanzando en el torneo con el 3-5-2 que implementó Bilardo y el zurdo sintió un clic en sus adentros cuando superaron a Uruguay y se enteró de que los rivales en cuartos serían los ingles. Los representantes de un país que había asesinado a sus compatriotas, “a los pibes de las Malvinas”.
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En los himnos de aquel 22 de junio del 86, él los miró de reojo. Sabía que era la única oportunidad de tomar algo de revancha de lo sucedido en las islas que están a más de 12.000 kilómetros del Reino Unido. Pasó la etapa inicial y se le acababa el tiempo de vencerlos. En el vestuario del estadio Azteca su cerebro de genio se calmó y él salió al césped con la convicción de que vendría algo especial. Algo histórico. Eterno.
Y a los seis minutos del segundo tiempo agarró una pelota, comenzó a gambetear británicos, tocó para un compañero que no pudo controlarla bien y un rival terminó enviándola hacia atrás. Su amor, su juguete redondo, por los aires. Iba a un Peter Shilton que intentó un puñetazo. Pero llegó primero el del “10”. Tenía que ser la mano izquierda, la que él denominó “la mano de Dios”. De la que nunca se arrepintió, porque siempre tuvo en mente las Malvinas.
Solo necesitó cuatro minutos más para terminar de moldear una de las obras más antológicas en la existencia del más popular de los deportes. Al 55’ de juego agarró el balón en campo propio y con su camiseta azul comenzó a eludir a los de blanco. Llegó hasta Shilton, que quedó tirado en el suelo, y, antes de recibir la patada de un contrario, anotó el “gol del siglo”. Era el mejor del planeta en ese entonces y se convertía en uno de los más grandes de la historia. Su mito se formaba. En un corto lapso realizó un gol ilegal, que reivindicaba a sus compatriotas asesinados, y ejecutó una acción que solo pueden realizarla los distintos, los legendarios.
Días después, de nuevo en el Azteca, en los instantes culmines de su Mundial, puso un pase genial para que Burruchaga decretara el 3-2 contra Alemania y Argentina celebrara. Diego Armando Maradona no cesó de besar la Copa dorada. Se había convertido en D10S.
Por: Sebastián Arenas / @SebasArenas10