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Colombia y su nueva normalidad: explosiones, ansiedad y un Estado mirando al techo

¿En qué momento aceptamos que vivir con miedo era parte de ser colombianos? Nos apropiamos del discurso de la “berraquera” para sobrevivir, pero no nos sirvió para sanar.


Gloria Díaz
nov 27 de 2025 02:13 p. m.
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En las últimas semanas, el país ha evidenciado una escalada de hechos violentos que, lejos de ser episodios aislados, han configurado un nuevo mapa emocional del miedo. Antioquia vivió varios atentados consecutivos en la vía Medellín–Costa Atlántica: cráteres en la vía, tramos destruidos, cilindros bomba y artefactos que dejaron incomunicadas zonas enteras durante días, con paso restringido a un solo carril mientras las autoridades intentaban recuperar la movilidad.

La carretera, que antes era un corredor vital para el comercio, terminó convertida en un paisaje de ruinas metálicas y asfalto levantado. En Boyacá, el ELN se atribuyó el ataque contra la base militar en Tunja; y en El Espino, el hostigamiento armado mantuvo en alerta a las comunidades del norte del departamento. En Cauca, un carro bomba volvió a estremecer la Panamericana; y en Guaviare, las Fuerzas Militares frustraron el uso de un “balón bomba” dirigido a niños. La violencia se mueve entre ataques consumados y ataques evitados, pero en ambos casos el efecto es el mismo: un país que siente que algo se rompió en su cotidianidad.

Los datos lo confirman con crudeza. Entre enero y octubre de 2025, se registraron 1.112 hechos de terrorismo, el número más alto en cuatro años (en 2022 fueron 680, en 2023: 744, en 2024: 1.005). No se trata solo de actos simbólicos: los atentados contra infraestructura crítica sumaron 45, una cifra menor que la de años anteriores, pero engañosa, porque la violencia cambió de forma: ahora se expresa en explosiones de mayor impacto, drones, cilindros bomba y artefactos improvisados que no buscan solo dañar una estructura, sino enviar un mensaje emocional. Y ese mensaje es claro: el territorio sigue en disputa. Cuando un país acumula este nivel de atentados, y cuando incluso las carreteras se convierten en objetivos militares, la vida cotidiana se desordena, la economía se interrumpe y el ánimo colectivo empieza a resentirse.

Ese desgaste emocional se profundiza cuando la violencia también toca a quienes deben protegernos. Entre enero y octubre de 2025, 153 miembros de la Fuerza Pública fueron asesinados, el doble que en 2024 (77). Los heridos también aumentaron drásticamente: 673 frente a los 398 del año anterior. Detrás de cada cifra hay familias desplazadas emocionalmente por el miedo, comunidades en alerta y territorios donde la presencia estatal, en lugar de sentirse sólida, parece constantemente vulnerada.

Cuando la Fuerza Pública es atacada, la ciudadanía siente que queda desprotegida, y esa sensación se acumula como un cansancio silencioso que se cuela en las conversaciones, en la forma de caminar, en el modo en que la gente mira la calle. El impacto emocional no se limita a los uniformados, se expande a todos nosotros.

También está el retorno de un fantasma que Colombia había logrado contener: el secuestro. Entre enero y octubre de 2025 se reportaron 527 víctimas, una cifra que duplica los registros de los años anteriores (288 en 2023, 242 en 2024). No hay manera de normalizar semejante retroceso. El secuestro es una herida abierta que revive temores históricos: la angustia de no saber, la impotencia de esperar, la fractura emocional que deja a las familias en un limbo. Y mientras estos números crecen, Medicina Legal informó que 15 menores murieron en bombardeos militares entre agosto y noviembre, un dato que sacudió al país y puso en evidencia que la violencia está afectando, de nuevo, a los más vulnerables. En paralelo, aumentó a 288 el número de menores desvinculados de grupos armados, una señal de que la guerra sigue reclutando, usando y descartando a niños y adolescentes.

Ante este panorama, es imposible ignorar lo que está ocurriendo a nivel emocional. Colombia está entrando en un estado de inseguridad emocional que se siente en la forma en que hablamos del país, en cómo las familias se organizan, en el tono de las conversaciones en los barrios y hasta en la manera en que celebramos o dejamos de celebrar. La exposición constante a la violencia genera hipervigilancia, dificultades para dormir, irritabilidad, ansiedad y un desgaste colectivo que no siempre se nombra, pero que todos reconocemos. Y sí: estamos cansados. Cansados de estar en alerta. Cansados de que cada notificación en el celular pueda traer una tragedia. Cansados de que la vida se haya vuelto un ejercicio permanente de prevención emocional.

A esto se suma un clima institucional frágil que agrava la sensación de abandono. Las crisis políticas, las tensiones internas del Gobierno, la falta de coordinación y la inestabilidad en decisiones críticas alimentan la percepción de que el Estado no está respondiendo con la claridad y la contundencia que el momento exige. Cuando la institucionalidad tambalea, el miedo crece. Y cuando el miedo se instala, la ciudadanía se retrae, pierde confianza y se pregunta, casi siempre en silencio, quién está cuidando realmente al país.

Hemos aprendido a contar atentados, pero no hemos aprendido a contar las noches en vela, los ataques de pánico, las tristezas silenciosas. La seguridad emocional es el capítulo pendiente de la conversación sobre seguridad en Colombia. Mientras no la pongamos en el centro, seguiremos respondiendo a las crisis sin entender que la verdadera fractura también está ocurriendo en la mente y en el ánimo de millones de personas que ya no creen que el país pueda ser un lugar tranquilo para vivir.

Nos enseñaron a ser “un país resistente”, pero se nos olvidó que la resistencia también cansa, drena y enferma. La violencia no solo se mide por los explosivos, se mide por el insomnio, por la ansiedad que no se cuenta, por la hipervigilancia que ya parece parte del carácter nacional. Y en medio de todo esto, la llamada “paz total” terminó convirtiéndose en una promesa rota que no solo dejó territorios a la deriva, sino emociones colectivas sin refugio. La gente no siente un país en transición hacia la paz, sino un país en pausa emocional, atrapado entre negociaciones inconclusas y atentados que se repiten como un eco. Y cuando la ciudadanía no logra encontrar un sentido claro al rumbo del país, el miedo deja de ser coyuntural y se convierte en estado anímico.

No hay salidas rápidas para un país emocionalmente agotado, pero el punto de partida es reconocer que la seguridad emocional es un derecho y exigirla como tal. No basta con sobrevivir a los atentados; Colombia tiene que poder dormir, respirar y proyectar futuro sin miedo. Mientras el país no se proponga sanar por dentro, cualquier discurso de paz será solo eso: discurso.

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