Impunidad juvenil: la deuda que hoy le cuesta vidas a Colombia
Lo que pasó con Jean Claude obliga a mirar más allá: reconocer que el sistema penal juvenil colombiano está fallando en lo esencial. Sin medidas con peso real, sin seguimiento y sin articulación institucional, la reincidencia se vuelve el camino más fácil… y más letal.
El asesinato de Jean Claude Bossard, un joven de 29 años, en el norte de Bogotá durante el hurto de un celular, es una de esas historias que atraviesan el país entero. Duele la violencia directa, duele imaginar los últimos segundos de miedo, pero duele aún más cuando aparece el contexto: la banda que lo atacó ya estaba en el radar de las autoridades y uno de los involucrados, un adolescente de 16 años, había sido aprehendido meses atrás por hurto calificado y se encontraba en libertad vigilada. Estamos frente a la evidencia de un sistema que no supo proteger a Jean Claude, ni a su familia, ni tampoco al propio menor que terminó empuñando un arma.
Lo primero que hay que decir es que ningún análisis sobre justicia juvenil puede minimizar el dolor de las víctimas. El padre de Jean Claude lo expresó con una frase que se le clavó al país: “se me fue mi gasolina”. Esa frase resume lo irreparable: un proyecto de vida roto y una familia que queda incompleta. Hablar de instrumentalización de menores no significa justificar a quienes cometen delitos graves; significa reconocer que el Estado falló dos veces: cuando no previno el crimen y cuando permitió la reincidencia ¿Cómo llegamos a un punto en el que un joven, que todavía debería estar aprendiendo a vivir, termina arrebatando una vida?
Dicho esto, sería irresponsable quedarnos solo en la indignación sin mirar la estructura que permite que esto ocurra una y otra vez. El adolescente que hoy está siendo judicializado por la muerte de Jean Claude ya había sido capturado por hurto calificado meses atrás y, aun así, seguía en la calle bajo una figura de libertad vigilada que, en la práctica, ni vigilaba ni transformaba nada. Solo cuando ocurrió el homicidio se le impuso una medida de internamiento preventivo en un centro especializado. Esta secuencia es la radiografía de un sistema de responsabilidad penal para adolescentes que no está cortando el ciclo de la reincidencia. La pregunta no es solo por qué mataron a Jean Claude; también es por qué, sabiendo lo que se sabía, nadie logró evitarlo.
Porque este no es un caso aislado. La instrumentalización criminal de menores está creciendo a un ritmo que debería alarmarnos a todos. Las bandas los reclutan porque saben que son descartables, porque saben que el sistema penal juvenil es débil, y porque saben que la pobreza, el abandono y la falta de acompañamiento emocional son terreno fértil. En 2024, más de 6.000 adolescentes fueron aprehendidos por delitos asociados a hurtos, armas o microtráfico, muchos ya con historial previo. Es el retrato de un país donde los jóvenes más frágiles se convierten en piezas de una maquinaria criminal que no los ve como personas, sino como herramientas de bajo costo. Esa es una de las heridas que no podemos seguir ignorando.
Es alarmante también que ese uso criminal de menores no se limita al entorno urbano: viene de lejos. El reclutamiento ilícito de niños y adolescentes por grupos armados ilegales pasó de 184 casos en 2023 a 467 en 2024, una tendencia al alza que demuestra que la niñez sigue siendo considerada “recurso estratégico” tanto en el conflicto armado como en las economías ilegales. La Jurisdicción Especial para la Paz, por su parte, ha documentado al menos 18.677 niños y niñas reclutados por las Farc-EP entre 1971 y 2016, en muchos casos sometidos a múltiples violencias. Lo que hoy vemos en la ciudad no es una anomalía: es la continuación de una historia donde la vida de los más jóvenes se volvió negociable para el crimen.
Sin embargo, la gravedad de este fenómeno no puede empujarnos a escoger entre dos falsas opciones: mano dura ciega o permisividad ingenua. El problema exige algo más complejo: una justicia juvenil que sea firme con la reincidencia y, al mismo tiempo, profundamente seria en la resocialización. No se trata de soltar a un adolescente con una medida simbólica para “darle una oportunidad” sin cambiar su entorno, ni tampoco de convertirlo en un adulto a efecto de penas sin reconocer sus trayectorias de violencia, abandono y exclusión. No se trata de castigar más fuerte, sino de castigar mejor: con sanciones proporcionales, seguimiento interdisciplinario, salud mental, apoyo familiar, escolaridad y rutas reales de inserción social y laboral.
El país, además, está marcado por un problema transversal: la reincidencia. El porcentaje de personas condenadas que reinciden pasó del 16,4% en 2016 al 22,6% en 2024. Y solo una fracción mínima de quienes son capturados por delitos como lesiones personales o hurtos violentos terminan con una condena efectiva. Eso envía el devastador e incorrecto mensaje de que el delito muchas veces “sale barato”. Con los menores el costo es altísimo, si la primera respuesta del sistema es una sanción débil, sin control ni apoyo, el joven no sale del círculo del crimen, sino que se hunde más en él. Y entonces la impunidad se convierte en escuela y termina enseñando más que el propio Estado.
Lo que revela este caso, y muchos otros que no alcanzan a ser noticia, es que el Estado está llegando tarde. Llega tarde a las familias que piden ayuda, tarde a los barrios donde operan las bandas, tarde a las escuelas donde se detectan señales de riesgo, tarde a las rutas de salud mental que nunca se activan, tarde a las medidas de libertad vigilada que no vigilan nada. Mientras tanto, las organizaciones criminales llegan temprano: reclutan, presionan, ofrecen dinero rápido y ocupan todos los espacios donde debería estar la institucionalidad. Esta asimetría es inaceptable. Un país que permite que el crimen actúe antes que la justicia está renunciando, de frente, a la protección de sus ciudadanos.
Por eso, este no puede ser un caso más que se lamenta unos días y luego se olvida. Necesitamos un sistema penal juvenil con dientes, con presencia y con rigor. Eso implica seguimiento real, equipos psicosociales permanentes, revisión estricta del riesgo de reincidencia, articulación entre justicia, salud, educación y territorio, y sanciones que se cumplan, no que se firmen. Implica también que las medidas restaurativas dejen de ser un trámite y se conviertan en procesos que transformen conductas, corten vínculos delictivos y abran alternativas reales. Prevención no significa debilidad; significa anticiparse, y control no significa castigo irracional; significa proteger vidas.
Jean Claude no tenía por qué morir. Nada de esto borra el dolor de su familia ni el temor de quienes hoy caminan con la sensación de que cualquiera puede ser la próxima víctima. Y un menor de 16 años no tenía por qué estar apuntando un arma. Si como país aceptamos que la vida de un joven puede ser experimental para el crimen y prescindible para la justicia, habremos renunciado a nuestra propia idea de futuro. La justicia que Colombia necesita es una que abrace a las víctimas, actúe con contundencia frente al delito y, al mismo tiempo, impida que un adolescente quede a merced del crimen organizado. Este país no puede permitirse llegar tarde otra vez. La lección es dura, pero clara: o construimos un sistema que proteja antes de que el daño ocurra, o tendremos que seguir enfrentando tragedias que eran perfectamente evitables.