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Juventud en riesgo: la democracia que empieza con miedo

El asesinato de un joven candidato y los 139 casos de violencia política registrados en 2025 muestran que participar en política en Colombia sigue siendo un acto de valentía extrema. Sin protección real, el relevo generacional se convierte en una promesa vacía.


Gloria Díaz
oct 18 de 2025 01:15 p. m.
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La elección de los Consejos Locales y Municipales de Juventud debía ser la expresión más clara de la renovación democrática en Colombia. Sin embargo, el asesinato de un joven aspirante en medio del proceso electoral convirtió esa esperanza en un recordatorio brutal: participar en política, incluso desde el espacio juvenil, sigue siendo un acto de riesgo.

En Bogotá, donde más de 1,7 millones de jóvenes están habilitados para votar, este hecho no solo enciende alarmas sobre la seguridad de los candidatos, sino que plantea preguntas de fondo sobre la capacidad del Estado para garantizar derechos políticos básicos.

La Misión de Observación Electoral (MOE) ha documentado con detalle esta amenaza. Entre enero y mayo de 2025 se registraron 134 hechos de violencia contra liderazgos políticos, sociales y comunales, y entre marzo y julio el conteo ascendió a 139. Bogotá, junto con Cauca y Norte de Santander, concentró casi un tercio de esos casos. Aunque se reporta una disminución frente a 2024, la violencia sigue operando de manera sistemática: las amenazas representan la mayoría de los hechos, pero la letalidad persiste. Que un joven sea asesinado por postularse confirma que la violencia política no distingue edades ni escenarios.

El impacto sobre las candidaturas juveniles es devastador. Mientras los líderes políticos experimentados cuentan con redes de apoyo, recursos y protocolos de seguridad, los jóvenes que apenas comienzan suelen tener detrás solo a sus amigos, familiares y compañeros. La asimetría de protección multiplica la vulnerabilidad.

Cuando la violencia golpea, no solo se pierde una vida, también se envía un mensaje intimidatorio a toda una generación: “la política no es para ustedes”. Esa pedagogía del miedo erosiona la confianza en la democracia y amenaza con perpetuar una élite política sin relevo.

Las cifras de la MOE también muestran cómo la violencia se sostiene más allá del periodo electoral inmediato. Buena parte de los ataques en 2025 se dirigieron contra quienes participaron en los comicios de 2023, lo que demuestra que la memoria política es un factor de riesgo. Para los jóvenes, esta persistencia es especialmente desalentadora: si incluso quienes resultan elegidos son hostigados después, ¿qué incentivo queda para participar? La violencia política deja de ser un obstáculo puntual y se convierte en una amenaza permanente que acompaña la vida pública.

El problema no se limita a la periferia ni a territorios con fuerte presencia de grupos armados. Bogotá, que concentra mayor institucionalidad, también ha sido escenario de agresiones. Esto desmiente la idea de que la violencia política es un fenómeno aislado de zonas rurales o marginales. La capital, con todo su aparato estatal, es incapaz de garantizar que un joven pueda inscribirse y competir sin miedo.

Esa constatación es demoledora: si la seguridad no está asegurada en Bogotá, ¿qué puede esperar un joven en municipios con menos presencia institucional?

Ante este panorama, la primera obligación del Estado es garantizar protección real y verificable. No se trata solo de medidas reactivas tras un asesinato, sino de prevención efectiva: evaluaciones de riesgo antes de las campañas, rutas de denuncia que funcionen con inmediatez, esquemas de seguridad flexibles y acompañamiento psicosocial para candidatos y equipos. La promesa de “garantías” no puede seguir reducida a comunicados de prensa; debe expresarse en acciones concretas que devuelvan confianza.

Los partidos políticos, a su vez, deben asumir una responsabilidad más activa. Reclutar jóvenes para listas o candidaturas sin proveerles protocolos de seguridad, formación en protección digital y respaldo jurídico es irresponsable. Hablar de relevo generacional exige, como mínimo, cuidar a quienes se atreven a dar ese paso. Una fuerza política que no protege a sus jóvenes está condenada a reproducir liderazgos envejecidos y desconectados de la ciudadanía.

La sociedad civil también juega un papel indispensable. La observación electoral enfocada en candidaturas juveniles, el acompañamiento comunitario, las redes de apoyo entre organizaciones y universidades, y la visibilización de amenazas son herramientas clave para mitigar riesgos. No se trata de reemplazar al Estado, pero sí de ejercer presión y llenar vacíos donde la institucionalidad falla. Cada amenaza silenciada se convierte en un permiso tácito para que la violencia se normalice.

Todo esto cobra mayor relevancia si se piensa en las elecciones parlamentarias de 2026. Lo que ocurre hoy en los Consejos de Juventud es un laboratorio del clima que se vivirá el próximo año. Si no se controlan las amenazas y la impunidad en el presente, las parlamentarias enfrentarán un escenario aún más enrarecido: más intimidación, menos competencia real, más miedo que debate. Lo juvenil, lejos de ser marginal, es la señal de alerta temprana de lo que está en juego en el sistema democrático.

En conclusión, el asesinato de un joven candidato y las cifras crecientes de violencia documentadas por la MOE nos obligan a replantear el papel de la juventud en la política. No se puede pedir renovación mientras se ofrecen condiciones de muerte; no se puede hablar de democracia vibrante mientras se permite que el miedo discipline la participación.

La vida y la voz de los jóvenes no pueden seguir siendo la moneda de cambio de un sistema incapaz de garantizar derechos. Si queremos un país con futuro, la participación juvenil debe ser protegida con la misma urgencia con la que se protegen las instituciones. La política debe ser un espacio de construcción, no un campo de batalla.

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