Movilidad en Colombia: el robo silencioso de horas de vida
Cada día, millones de colombianos entregan dos o tres horas a trancones y buses atestados. El transporte ineficiente no solo desgasta la economía, también enferma la mente, fragmenta familias y convierte la movilidad en el mayor reflejo de la desigualdad.
En Colombia, subirse a un bus no es un simple traslado: es entrar en la radiografía más cruda de la desigualdad. Cada trayecto expone el precio silencioso que millones de personas pagan con su tiempo, su salud y sus relaciones familiares. La señora que se levanta a las 4 de la mañana y regresa de noche sin ver a sus hijos no es un caso aislado; es la representación de miles de hogares fragmentados por un sistema de transporte que roba horas de vida con absoluta normalidad.
El estudiante que se duerme en un articulado tras múltiples transbordos y una jornada interminable de congestión también es símbolo de la misma tragedia. El transporte debería garantizar su derecho a la educación, pero lo que hace es restarle energías y oportunidades. Cuando la movilidad se convierte en obstáculo en lugar de puente, se confirma que estamos ante un problema estructural que limita sueños y frustra esperanzas.
El trabajador promedio en Bogotá dedica alrededor de dos a tres horas diarias solo en desplazamientos. Según estudios de la Universidad de los Andes, cada 10 minutos adicionales de trayecto aumentan significativamente el riesgo de presentar síntomas depresivos. La consecuencia es clara: menos productividad, menos calidad de vida, más desgaste emocional. Los trayectos interminables son una forma invisible de violencia cotidiana que no suele figurar en los titulares, pero que impacta a millones.
Los conductores tampoco son ajenos a esta realidad. Un estudio de la Universidad Manuela Beltrán en 2025 reveló que el 57,3 % de ellos siente estrés, el 26,7 % frustración y el 8 % ansiedad a causa de los trancones. En promedio, pasan más de dos horas atrapados al día, lo que se traduce en un peaje silencioso a su bienestar mental. El tráfico, lejos de ser anecdótico, es un agente directo de desgaste emocional y físico.
La ciudad de Bogotá ha sido catalogada en 2025 como una de las capitales más congestionadas de América Latina, según el índice de Tráfico de TomTom. Esto no solo se traduce en tiempo perdido: investigaciones han demostrado que incluso los niveles de cortisol —la hormona del estrés— aumentan de manera sostenida en personas sometidas a la rutina de movilidad caótica. El cuerpo mismo evidencia el impacto de los trancones sobre la salud.
No se trata únicamente de incomodidad. La Política Nacional de Salud Mental 2024–2033 reconoce que los problemas de transporte y las condiciones urbanas deterioran directamente la salud mental, incrementando la demanda de atención psicológica y psiquiátrica en un país que aún carece de recursos suficientes en este campo. La falta de acceso oportuno a atención especializada se combina con la presión emocional de la movilidad, creando un círculo vicioso que el Estado no logra romper.
Mientras tanto, los gobiernos siguen midiendo los avances en kilómetros de pavimento o en el número de buses eléctricos inaugurados. Sin embargo, esas métricas técnicas no reflejan la experiencia ciudadana. Lo que realmente importa son los minutos de vida que se recuperan o se pierden. Cada nueva obra debería evaluarse por su capacidad de devolver tiempo a las personas, de reducir el cansancio acumulado y de fortalecer la convivencia familiar.
Por otro lado, el Regitram de Occidente, con un 30 % de avance en 2025, promete reducir en un 60 % los tiempos de viaje para más de 140.000 pasajeros diarios cuando entre en operación. Es un avance necesario, pero todavía lejano para quienes hoy siguen atrapados en buses atestados o en tramos interminables de la ciudad. Las obras de largo aliento son fundamentales, pero la urgencia de la movilidad cotidiana exige soluciones inmediatas.
La movilidad no es solo cuestión de transporte urbano: también atraviesa desigualdades regionales. En municipios apartados, la falta de rutas seguras condena a estudiantes a caminar largas distancias para llegar a la escuela y a pacientes a perder citas médicas porque no tienen cómo llegar a un hospital. En estos territorios, la movilidad no es un tema de comodidad, sino de ejercicio o negación de derechos fundamentales.
Ahora bien, el impacto económico también es significativo. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, los costos de la congestión urbana pueden representar entre el 2 % y el 4 % del PIB en países de América Latina. En Colombia, esto equivale a miles de millones de pesos perdidos cada año en productividad, sin contar el costo oculto de enfermedades relacionadas con el estrés crónico, la ansiedad y el sedentarismo forzado.
Lo más indignante es que el transporte debería ser la política más humana de todas. Una movilidad digna permitiría que los padres pasaran más tiempo con sus hijos, que los estudiantes aprovecharan mejor sus jornadas, que los trabajadores descansaran lo suficiente para rendir en sus labores. Sin embargo, en Colombia, el transporte ha sido convertido en un mecanismo que roba tiempo vital con la misma naturalidad con la que se anuncian oportunidades de mejora que pocas veces llegan.
Es urgente incorporar métricas de bienestar en la evaluación de políticas de transporte. No basta con contar buses o medir kilómetros; hay que calcular cuántos minutos de vida recupera un ciudadano al usar un sistema eficiente. Ese debería ser el indicador central de cualquier reforma en movilidad.
En tal sentido, la desigualdad también se manifiesta en la forma en que diferentes sectores sociales experimentan la movilidad. Quienes pueden costear un vehículo privado o el uso diario de aplicaciones de transporte tienen una experiencia distinta a quienes dependen del SITP o Transmilenio, donde la espera, la congestión y la inseguridad se convierten en parte de la rutina. La movilidad reproduce la fractura social del país: unos viajan con comodidad, otros sobreviven en el desgaste.
Cabe destacar que las mujeres, además, enfrentan un riesgo adicional: el acoso en el transporte público. La inseguridad en los trayectos nocturnos o en las estaciones mal iluminadas restringe sus oportunidades laborales y educativas. Sin perspectiva de género, cualquier política de transporte será incompleta, pues ignora un problema que afecta a la mitad de la población.
El Estado no puede seguir viendo la movilidad como un asunto técnico aislado. Es una política social, de salud pública y de equidad.
El reto es grande, pero inaplazable. Hacer del transporte una política humana significa reconocer que la vida no puede seguir siendo devorada por trancones y rutinas deshumanizantes. Implica diseñar ciudades que piensen en el bienestar y no solo en la infraestructura.
La movilidad digna es un derecho, no un privilegio. Y el derecho a moverse con calidad y seguridad es también el derecho a vivir con dignidad. Mientras no se entienda así, seguiremos atrapados en un sistema que roba minutos de vida como si fueran simples monedas de cambio.