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Violencia política en Colombia: un enemigo que persiste a las puertas de 2026

El asesinato de Miguel Uribe Turbay expone las profundas grietas de la democracia colombiana y revive la historia de sangre que ha marcado la política nacional.


Gloria Díaz
ago 16 de 2025 09:30 a. m.
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La muerte del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay marca un punto de inflexión en la historia política reciente de Colombia. Este crimen, más que un acto de violencia individual simboliza la persistencia de una violencia política que ha acompañado cada uno de nuestros ciclos electorales, y que en este caso golpea a las puertas de una elección presidencial en la que las tensiones, los odios y las fracturas ideológicas ya estaban al límite. No se trata de un hecho aislado, sino de un recordatorio de que las instituciones democráticas siguen vulnerables, y de que los discursos de odio, sumados a la falta de garantías reales, siguen abonando el terreno para que la violencia sustituya al debate.

Las cifras recientes de la Misión de Observación Electoral (MOE) son contundentes: más de 100 agresiones a liderazgos políticos en lo que va de 2025, con un aumento preocupante en los municipios donde confluyen debilidad institucional, economías ilegales y una presencia estatal insuficiente.

Esto refleja un patrón histórico: la violencia política no se distribuye al azar, sino que se concentra donde el Estado es más débil y donde los actores armados encuentran en la política un campo útil para asegurar sus intereses. La ausencia de reformas de fondo en materia de seguridad electoral ha dejado un vacío que la coyuntura actual expone con brutalidad.

Mirar al pasado nos permite entender mejor el presente. Colombia carga con una larga lista de magnicidios y asesinatos políticos —de Gaitán a Galán, pasando por la aniquilación de la Unión Patriótica— que dejaron miles de víctimas y fracturaron de forma profunda la confianza en la democracia. La Comisión de la Verdad ha documentado más de 5.700 casos de violencia letal contra actores políticos en el marco del conflicto. Sin embargo, el país parece condenado a recordar solo en los funerales y a olvidar en los periodos intermedios, sin convertir esa memoria en políticas públicas que prevengan la repetición.

El tratamiento institucional frente a la muerte de Uribe Turbay vuelve a mostrar debilidades estructurales. La Unidad Nacional de Protección (UNP) se mantiene como un mecanismo reactivo, costoso y politizado, con coberturas que favorecen figuras de alto perfil mientras deja expuestos a líderes comunitarios, candidatos locales y defensores de derechos humanos. En lugar de un sistema de protección integral y territorializado, seguimos dependiendo de escoltas y camionetas blindadas que llegan tarde y no atacan las causas de la vulnerabilidad.

Es urgente establecer un protocolo de emergencia para casos de violencia política que combine inteligencia preventiva, articulación con la Fiscalía, tecnología para la protección y un enfoque colectivo que reduzca el riesgo para equipos de campaña y comunidades enteras. Cada día de demora en estas reformas alimenta un mensaje peligroso: que las amenazas y los ataques son un riesgo inevitable y que no hay consecuencias inmediatas para quienes usan la violencia como herramienta política.

La respuesta de los partidos políticos ante este tipo de hechos también es determinante. Más allá de comunicados y homenajes, deberían comprometerse en un pacto verificable para no usar la violencia —ni su narrativa— como arma electoral. La contienda de 2026 no puede convertirse en una competencia por quién capitaliza más el miedo o la indignación. Si las campañas no se blindan de la tentación de explotar políticamente el duelo, se corre el riesgo de normalizar la violencia como elemento estructural del debate público.

En este contexto, el papel de los medios y de la sociedad civil es clave. La responsabilidad de no caer en el amarillismo, de exigir investigaciones serias y de mantener la presión pública por justicia es tan importante como la labor de las autoridades. Las redes sociales, que en otros momentos han servido para visibilizar causas y proteger vidas, hoy también se han convertido en espacios donde circula desinformación, teorías conspirativas y discursos que legitiman la violencia.

En última instancia, el asesinato de Miguel Uribe Turbay debe servir como catalizador para un acuerdo nacional por la vida y la democracia, que involucre al gobierno, la oposición, las instituciones, los partidos, la sociedad civil y la comunidad internacional. No podemos permitir que la política en Colombia siga resolviéndose por la vía de la intimidación o el asesinato. La verdadera fortaleza de nuestra democracia se medirá en la capacidad que tengamos de garantizar que en 2026 la disputa por el poder se decida con votos y no con balas.

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