Un insulto al olimpismo
Como siempre, guardamos la esperanza de que podamos recuperar lo perdido, reuniones de última hora y cartas extemporáneas hacen parte del "paquete de medidas".
Cuando el barón Pierre de Coubertin empezó a moldear el movimiento olímpico a finales del siglo XIX estaba absolutamente convencido de que el deporte podía ser la base para construir un mundo mejor, donde el compañerismo, la amistad y el juego limpio fueran la estructura para soportar el comportamiento de los habitantes de este planeta. Un mundo donde la ética inspirara cada paso de hombres y mujeres.
Desde entonces, los deportistas se han convertido en el faro de millones de personas que ven en ellos lo mejor del espíritu humano. Conceptos como el honor, la lealtad, el respeto, la solidaridad, están en el ADN de quienes han dedicado su vida a cultivar el cuerpo y la mente.
Nada más grandioso que las gestas heroicas de los atletas, la mayoría jóvenes nacidos en condiciones difíciles, con entornos hostiles que dejaron atrás el resentimiento y el odio para abrazar la disciplina y el esfuerzo como herramientas para hacerse un futuro.
Cualquier sociedad moderna y educada se sentiría orgullosa de sus deportistas y, más aún, de la posibilidad de albergar por unos días a miles de ellos en su camino para llegar a lo más alto de la competencia. Pero claro, nada riñe más con todas las virtudes que acabo de describir, que la política y todos sus derivados. Nada más lejano del espíritu olímpico que un burócrata anclado a un escritorio por conveniencia y no por capacidad y nada más injusto para un deportista que terminar en manos de uno de estos personajes.
El deporte, con toda su grandeza, tiene enemigos que no ha podido derrotar, los violentos en unos casos y en otros, esos funcionarios de turno que son capaces de destruir sueños por no poner una firma a tiempo o darle trámite a un papel. Es tanta la pequeñez de algunos, que logran que muchos atletas esforzados no puedan superar el obstáculo que construyen muy hábilmente la desidia y la incompetencia. Es difícil de creer cómo quienes tienen la responsabilidad de regir el deporte lo puedan envilecer tan fácilmente.
Hoy, al menos 13 días después de que se venciera el plazo para hacer uno de los pagos que nos obligaba el hecho de ser sede de los Panamericanos, nadie tiene claro qué pasó y por qué el país perdió semejante oportunidad.
Ser la casa de las justas que preceden las olimpiadas debería ser motivo de orgullo para cualquier país. Una razón para celebrar y unirnos entorno a un propósito. Pero aquí logramos convertir ese acontecimiento en una demostración más del subdesarrollo que nos consume, de esa burocracia que nos aplasta y nos impide progresar.
Tal vez no recuerdo un hecho reciente que dibuje más fielmente la inoperancia del Estado. Más allá del Gobierno de turno que nos debe muchas explicaciones, lo que sucedió nos debería doler en lo más profundo, entre muchas cosas, porque nos revela impotentes ante los grandes retos, incapaces de asumir con grandeza lo que nos pone enfrente el destino y eso, señores, nos desdibuja como Nación.
Podría enumerar decenas de retos que como país no hemos sido capaces de resolver. La paz por ejemplo o la corrupción, que está peor que nunca a pesar de un millonario plebiscito que quedó en letra muerta. Pero no vale la pena "echarle sal a la herida", basta con que cada uno de nosotros recuerde como país, qué hemos dejado de hacer para sentirnos inevitablemente frustrados.
¿Será que nuestros líderes no representan nuestros sueños? ¿O es que no hemos sido capaces de definir nuestro propósito como Nación? Por supuesto que no tengo la respuesta a estas preguntas, es más, no sé si son pertinentes, pero sí tengo una cosa muy clara: Estamos más divididos que nunca, tan fracturados que es inevitable pensar que esas piezas son muy difíciles de juntar otra vez y temo que esa es la razón por la cual perdimos los Panamericanos, porque ni el espíritu olímpico y toda su grandeza logró juntarnos en un propósito.
Nos ahogamos en explicaciones impresentables, disculpas tardías y promesas trasnochadas para tratar de limpiar nuestra ineficacia y al final del día, por allá en lo más recóndito de nuestro corazón, todos sabemos que fallamos, que le fallamos a nuestros deportistas, al mundo y debemos sobrellevar una vergüenza que difícilmente se nos borrará.
Ahora, como siempre, guardamos la esperanza de que podamos recuperar lo perdido, reuniones de última hora y cartas extemporáneas hacen parte del "paquete de medidas" con el que se pretende conseguir lo que ya era nuestro, lo que nunca debimos haber perdido.
Más allá de lo que suceda, en Colombia el olimpismo se estrelló contra la pared. Lo que en otros países significó un triunfo, aquí lo convertimos en derrota, volvimos añicos el sueño de Coubertin, el sueño de todos.
En últimas, insultamos la más noble de las actividades humanas. En estas tierras fuimos capaces de insultar al olimpismo.
Gustavo Nieto
Subdirector de Noticias RCN