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La canción de Ana: plegaria por los hijos no nacidos

"Los hijos son una herencia del Señor, el fruto del vientre es una recompensa. Como flechas en las manos del guerrero son los hijos de la juventud". (Salmo 127: 3 y 4)


Hernán Estupiñán
sept 17 de 2025 11:03 a. m.
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Antes el anhelo era tener hijos varones, porque encarnaban herencia y preservación del apellido, a la verdad un orgullo vano y mal entendido, porque los hijos, hombre o mujer, son bendición. Primaba el deseo del padre por tener en la casa un hombre que proyectara sus frustraciones o lo acompañara en las batallas vitales o, en algunos casos, simplemente alguien con quien jugar fútbol o ir al estadio los domingos.

“Querían un niño, pero llegué yo. Una niña. La tercera hija, la pequeña de la familia”. Este es el sencillo pero insinuante inicio de “La bailarina de Auschwitz” (Editorial Planeta, 2025), conmovedor libro de la húngara Edith Eger.

En mi casa sucedió al revés. Mi papá siempre esperó, desde el nacimiento del tercero de mis hermanos, que llegará una niña. Y nunca fue posible. Mi madre solía decir ––mofándose de su fecundidad natural–– que ella aprendió mucho de sastrería, pero nada de modistería. Y fuimos cinco varones. Pero más que la balanza de género, la llegada de otro niño no solía ser siquiera el costo de una boca más, “porque cada chino viene con su pan debajo del brazo”, como decían los abuelos.

“Ya sabes que yo quería que fueras un niño, dijo mi padre. Pegué un portazo cuando naciste. Así de furioso estaba por haber tenido otra niña, en cambio ahora eres la única con la que puedo hablar.”, narra la autora húngara, quien a pesar de haber sido relegada y opacada por los talentos y la belleza de sus otras dos hermanas, se refugió en la gimnasia y el baile y fue determinante no solo para su padre sino para su familia llevada al campo de concentración nazi en la Segunda Guerra Mundial, bailó “El Danubio azul” para El ángel de la muerte, el cínico torturador Jofef Mengele, para poner a salvo su vida, y gracias al amor de su hermana Magda venció el trauma. “Estoy acostumbrada ser la hermana silenciosa, la invisible”, dice Edith en otro aparte.

La quietud parece ser un síntoma de los hijos no deseados. “Quieto” (Seix Barral), la reciente novela del colombiano Eduardo Otálora Marulanda, la pone en evidencia: “Me quedé muy quieto… Hacía todo lo posible para convertirme en una bola chiquita que no le estorbara a nadie”. “Morí una semana después de cumplir un año”. El contundente inicio de esta historia nos permite ver la lucha por la preservación de la vida. A pesar de ser un hijo no deseado, sus padres hicieron lo imposible para que viviera, pero esta novela va más allá del péndulo entre la vida y la muerte, conmueve por el sentimiento del hermano mayor.

Más que la balanza de lo que muchos consideran “una familia completa” el peso de un nuevo ser en la casa, que llega a ocupar espacio y tiempo y a truncar los sueños de los otros, se trata, según el pensamiento moderno, de privilegiar el yo, porque no da lugar a los proyectos personales.

Hoy, ni hombrecitos ni hembras. Simplemente las parejas ya no quieren tener hijos. Según datos difundidos por Tropicana, la estación musical, y el diario El País, Colombia disminuyó significativamente la tasa de natalidad histórica: en 2024 se registraron 445.000 nacimientos, una reducción de 13.7% respecto a 2023, y la cifra más baja desde cuando se tienen registros, debido a un cambio cultural radical que muestra que solo 16% de las mujeres en edad fértil desea tener hijos. La mitad que hace una década , según la encuesta Nacional de Demografía y Salud.

Las razones son diversas: inestabilidad laboral, altos costos de crianza, falta de redes de cuidado, pero también un cambio de valores: preferencias por estilos de vida sin hijos e incluso optar por mascotas, pero no podemos confundir estas decisiones con la negación de la esencia materna. Pasamos de familias numerosas a la pareja de hijos, de ahí al hijo único y de aquí a la peligrosa extinción de la familia por cuenta del nuevo anhelo de las parejas, o de las mujeres, de no tener hijos. Digo anhelo, pero es determinación, desde luego legítima, pero no por legítima necesariamente correcta.

El científico y teólogo sueco Emanuel Swedemborg nos dejó esta enseñanza, la de los estadios de la experiencia humana: el hombre nace egoísta ––afirma él––, luego aprende a socializar en la escuela, después aprende a amar en el noviazgo, a compartir y ceder en el matrimonio, pero aun así sigue siendo imperfecto, solo alcanza la perfección del amor cuando conoce a Dios, porque si ama a Dios es capaz de amarse a sí mismo y a los demás. ¡Y a quién se ama más si no a los hijos!”, como dice la letra de “El camino de la vida”, la legendaria canción de Héctor Ochoa.

Me alegra cuando viajo a países donde se privilegia el nacimiento de los hijos y, por ende, el concepto de familia como sostén de la sociedad. Cuando veo a papás cuarentones mi cara se transforma y oscila entre la risa y el llanto, son padres valientes y felices que desafían los paradigmas de la modernidad y el egoísmo, ese que pregona exclusivamente el bienestar personal y el automatismo, que venera los robots en lugar de conciliar con seres humanos.

“¡Dejen de hablar con tanto orgullo y altivez; no profieran palabras soberbias! El Señor es un Dios que todo lo sabe, y él es quien juzga las acciones..”, dice la canción de Ana, la mujer que de acuerdo con la historia Bíblica imploró a Dios que le concediera un hijo y que lo consagraría al servicio divino.

“El arco de los poderosos se quiebra, pero los débiles se arman de valor… La estéril ha dado a luz siete veces, pero la que tenía muchos hijos languidece.”, afirma Ana. La respuesta al ruego fue el nacimiento de Samuel, figura central del Antiguo Testamento, reconocido como el último juez y el primer profeta de Israel, porque “Del Señor vienen la muerte y la vida”, añade Ana.

Volvamos a “Quieto”, su autor asegura que para el papá la llegada de ese segundo niño al hogar era una maldición/bendición, sin duda un argumento poderoso en la novela dado el paso efímero del protagonista por esta vida, pero en la realidad un hijo es y será siempre una bendición, aunque haya vidas que como la de Vanischka, el pequeño hijo de León Tolstói, que murió a los 8 años, porque en palabras del gran novelista ruso “hay seres que Dios permite que vengan al mundo solo para acrecentar nuestra capacidad de amar”.

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