Impunidad total disfrazada de paz total y convertida en política de Estado

No existió un mínimo consenso para convertir la paz en política de Estado y la Ley de Paz Total se traducirá en impunidad y en aumento de los cultivos.


José Fernando Torres
nov 15 de 2022 01:22 p. m.
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El Congreso de la República expidió el pasado 4 de noviembre la denominada Ley de Paz Total -Ley 2272 de 2022-, cuyo objeto es el de definir la política de paz como una política de Estado, para lo cual prorroga, modifica y adiciona la Ley 418 de 1997, la cual, junto con sus reformas, ha servido de sustento a los distintos gobiernos para buscar la paz dentro del propósito que enuncia de dotar al Estado colombiano de instrumentos eficaces para asegurar la vigencia del Estado Social y Democrático de Derecho y garantizar la plenitud de los derechos y libertades fundamentales, sin menoscabar en ningún caso su núcleo esencial.  

No es posible en este espacio referirme a todos los aspectos a los que se refiere la Ley. Por ello, van por ahora unos pocos comentarios.

Una política de paz, convertida en política de Estado, debería obedecer a un mínimo de consenso, es decir, contar con un importante respaldo ciudadano y de los diversos sectores políticos, incluidos los de oposición. Cuando ello no sucede, se agravan las diferencias en la sociedad y se aumentan la división y la polarización, como sucedió en el pasado reciente.

 Ese mínimo consenso requiere, como es apenas obvio, estar precedido de profundas discusiones en la sociedad y en el Congreso de la República, el cual es, o se supone que sea, el foro por excelencia de la democracia. Sin embargo, ello no aconteció. La Ley fue votada al filo de la medianoche, luego de haberse discutido la reforma tributaria, casi a hurtadillas, sin mayor debate.

Ese mínimo consenso es tanto más importante como quiera que, según esta ley, los acuerdos que suscriba el Jefe de Estado constituyen política pública de Estado, sin necesidad de ningún tipo de refrendación, y sin restricciones de maniobra pues se le otorgó un poder omnímodo para suscribir los acuerdos, prácticamente sin límites.

Con otras palabras, la voluntad del Príncipe se convierte en política de Estado y los términos de sometimiento a la justicia de las estructuras armadas y de los acuerdos necesarios para adelantar el proceso de paz serán los que defina el Gobierno Nacional.

A pesar de que la ley dice definir lo que se entiende por Paz Total, no contiene, en rigor, una definición de paz sino lo que parece corresponder a un catálogo de buenas intenciones y a un anhelo de una paz estable y duradera, con garantías de no repetición y de seguridad para todos los colombianos, estándares que eviten la impunidad y garanticen, en el mayor nivel posible, los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación. Es decir, el mismo anhelo que tuvo el Acuerdo de Paz, pero que este de ninguna manera satisfizo, un anhelo que seguramente se convertirá en letra muerta, como sucedió con el Acuerdo de Paz. Ojalá esté equivocado.

Es apenas obvio que hay distintas maneras o perspectivas de llegar a la paz, pero todas ellas deben respetar ciertos límites, que no solo vienen dados por los tratados y estándares internacionales sino por ciertos cánones y valores que son fundamento de la vida en sociedad. El Estado no puede y no debe claudicar ante organizaciones terroristas y grupos armados al margen de la ley, es decir, no puede quedar sometido a ellas y menos aun cuando la contrapartida es una promesa falsa de que no se seguirá delinquiendo ni cometiendo delitos. Tampoco puede otorgar beneficios a diestra y siniestra, como ha ocurrido.

Es interesante registrar que el último Tracking RCN muestra que la mayoría de los entrevistados no está de acuerdo con que las bandas criminales reciban beneficios, ni se indulte a los de la primera línea, ni que los grupos armados se queden con un porcentaje de los bienes producto de su actividad criminal.

Es ética y moralmente inaceptable que personas acusadas de cometer delitos de lesa humanidad o crímenes atroces funjan como adalides de la moral y se les dé autoridad para hacer las leyes que rigen la vida social, cuando las irrespetaron en grado sumo.

La Ley de Paz Total es imprecisa a este respecto, por no decir ambigua. No se sabe qué ocurrirá en los casos de comisión de delitos de lesa humanidad o de terrorismo o de extrema violencia. ¿Se piensa, acaso, premiar a sus autores, como ocurrió en el caso de algunos dirigentes de las Farc acusados de cometer ese tipo de delitos? ¿Se va a negociar nuevamente con quienes ya tuvieron su oportunidad y la despreciaron? Todo indica que sí y eso suena a laxitud. El entonces jefe negociador de las Farc le puso conejo al Acuerdo de Paz, luego no hay razón para darle otra oportunidad ni para cínicamente desconocer lo que hizo, como si no hubiera sido de gravedad extrema.

No es aconsejable hacer borrón y cuenta nueva porque ello equivale a garantizar impunidad. A lo largo de los ocho procesos de negociación que durante tres décadas ha habido con grupos por fuera de la ley, lo que ha habido es impunidad. Así ocurrió con el M-19 y con el EPL, si bien en época y circunstancias muy distintas. Los únicos que realmente han pagado pena son algunos miembros de grupos de autodefensa, y ello sucedió solo debido a haber sido extraditados, es decir que, si no hay extradición, muy probablemente habrá impunidad y más aún cuando quedó claro que existió una promesa de campaña para favorecer a delincuentes.

Por lo demás, está demostrado que la JEP no ha impartido condenas a miembros de las Farc, a pesar del tiempo transcurrido, es decir, ha servido para la existencia de una total impunidad, mientras que aquellos acusados de haber cometido crímenes de lesa humanidad han gozado de enormes privilegios. La JEP resultó ser el mayor fracaso inventado por los políticos que burlaron el plebiscito y es el más perverso instrumento jurídico fabricado para defender la impunidad ante las atrocidades de la guerrilla. Por ende, no existe ninguna garantía de que no haya impunidad y, dadas las circunstancias, es razonable suponer que el Gobierno otorgará beneficios que no merecen ser concedidos.

Por otro lado, negociar habiendo debilitado a las FFMM es un grave error, error que no fue fruto de una imprevisión sino, por el contrario, de la clara intención del Gobierno de debilitarlas, y enviándose a la sociedad, dicho sea de paso, un mensaje horrendo, el de que importa más la delincuencia que el bien común, el respeto a las personas de bien y a la institución militar, la cual, con todos los defectos que pudiere tener -y que efectivamente tiene-, ha defendido a la sociedad a lo largo de los años. Ya el respeto por la autoridad se perdió y ello se evidencia en el trato que reciben nuestros soldados y policías en las calles y en las manos de los indígenas del Cauca, para mencionar unos ejemplos, frente a la mirada impávida del Gobierno.

 Lo que resulta peor aún es que no parece importar que la sociedad quede desprotegida pues no puede quedar duda que las organizaciones criminales se beneficiarán de ese debilitamiento de las FFMM y quedarán fortalecidas para negociar y aún para, mientras, continuar con sus actividades delictivas. Basta recordar la época en que se expidió la Ley 81 de 1993, en tiempos del exfiscal Gustavo de Greiff, cuando delincuentes siguieron delinquiendo desde la cárcel, siendo la situación de ahora más grave puesto que, como la entonces Fiscalía comprobó en los casos de quienes se apartaron del Acuerdo de Paz que habían suscrito, la comisión de delitos en algunos casos continuó, ya no desde la cárcel sino desde la libertad.

 Por último, no es difícil prever que los términos de la ley y las negociaciones mismas tendrán como consecuencia un aumento importante en el cultivo de coca, como ya ocurrió con ocasión del Acuerdo de Paz, porque si para ser nombrado embajador no importa que la persona haya sido detenida por posesión de drogas, para negociar, menos.

Ya tendremos ocasión de referirnos al Programa Nacional de Entrega Voluntaria de Armas y a la creación del Servicio Social para la Paz.

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