¿Reencarna en Colombia el despotismo francés de Luis XV?

La democracia y el equilibrio de poderes están puestas a prueba. ¿Se acaba en Colombia la independencia de las ramas del poder público?


José Fernando Torres
dic 13 de 2022 06:00 a. m.
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El pensador británico John Locke (1632-1704) sentó en sus escritos filosóficos del siglo XVII las bases del pensamiento político liberal, en las que se mostró como adversario del absolutismo monárquico y como defensor del poder parlamentario, motivo por el cual fue perseguido y que lo llevó a refugiarse temporalmente en Holanda. Su pensamiento ejerció una influencia decisiva sobre el pensamiento político europeo y norteamericano, y en él destacaba la idea de que la autoridad de los Estados resultaba de la voluntad de los ciudadanos y que el pueblo tenía el derecho de derrocar a los gobernantes deslegitimados por un ejercicio tiránico del poder.

Locke defendió la separación de poderes como forma de equilibrar al Estado y de impedir que se degenerara hacia el despotismo, y sostuvo que ningún poder debería sobrepasar determinados límites ni los poderes legislativo y ejecutivo deberían confiarse a una sola persona u órgano, partiendo en todo caso de la idea de que este último estaba subordinado a aquel, concebido el legislativo como poder supremo. Hacia esas ideas evolucionaron los regímenes liberales y de allí que a Locke se le considerara un teórico de la democracia y se le señalara como el padre del liberalismo.

Las ideas de Locke sirvieron de inspiración a Charles Louis Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu (1689-1755), y uno de los pensadores más influyentes del movimiento ilustrado, principalmente por su teoría de la separación de los poderes en Legislativo, Ejecutivo y Judicial, sobre la cual se asienta el funcionamiento de los sistemas democráticos actuales (Sara Posada Isaacs y Andrés Mejía Vergnaud). Montesquieu desarrolló su teoría de la separación de los poderes en su obra más importante y uno de los clásicos del pensamiento universal, El Espíritu de las Leyes, en la que elogia la monarquía constitucional inglesa -por su respeto a la ley y por haber abandonado el absolutismo- y hace una dura crítica al despotismo francés, considerado este último como una forma ilegítima de gobierno -por no estar sujeta a control y estar fundamentada en el miedo del pueblo al gobernante-.

Montesquieu, de quien se suele decir que es “un muerto muy vivo”, en tanto su teoría ha llegado hasta hoy, defiende la separación de poderes en tres: legislativo, ejecutivo y judicial, cada uno con sus respectivas responsabilidades. El primero se encarga de hacer las leyes, el segundo de ejecutarlas y el último, de hacer que que se cumplan las leyes y castigar, en caso de infringirlas. Se evitaba así la acumulación de poderes en un mismo cuerpo, pues dicha acumulación podía dar lugar a arbitrariedades y ser fuente de corrupción, y esa división serviría de control mutuo, como un sistema de pesos y contrapesos, siempre sobre la base del respeto a normas constitucionales y legales.

El abuso del poder solo se impide si el poder detiene al poder. “Sus afirmaciones son concluyentes: cuando se concentran el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistrados —dice el pensador francés— no hay libertad...; no hay tampoco libertad si el Poder Judicial no está separado del Poder Legislativo y del Ejecutivo; todo se habrá perdido si el mismo cuerpo de notables, o de aristócratas, o del pueblo, ejerce estos tres poderes”(Luis Enrique Villanueva, citando el libro VIII, Capítulo II de El Espíritu de las Leyes).

La teoría de la separación de los poderes quedó plasmada en nuestras constituciones. La de 1991 la consagra en su artículo 113, que establece que son ramas del poder público la legislativa, la ejecutiva y la judicial, las cuales tienen funciones separadas pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines. Expresamente se señala, también, que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. 

La división de que hablaba Montesquieu se rompe y, con ello, el sistema constitucional de pesos y contrapesos, cuandoquiera que el Congreso se somete al ejecutivo, sometimiento que se da si se llegan a intercambiar votos por prebendas y dádivas de diversa naturaleza, es decir, si se llegaren a comprar -no otro es el nombre- las mayorías para que las leyes salgan en determinado sentido; o cuando el ejecutivo expide normas que van abiertamente en contravía de lo resuelto por la rama legislativa o asume o invade competencias de otros órganos; o cuando la rama judicial “valida” normas claramente inconstitucionales o ilegales solo por darle gusto al ejecutivo. 

Ejemplos de ese rompimiento se advierten en nuestras latitudes en los casos de Venezuela y Nicaragua, pero también en el de Colombia. Basta mencionar el hecho de que, según informaciones de prensa, se entregaron dádivas para la reelección de un presidente (El Nuevo Siglo, abril 4/2017), conducta que fue reprochada judicialmente con condena a varios servidores públicos. También cuando, contra la voluntad popular expresada en el plebiscito, un presidente de la República, un congreso espurio y una Corte Constitucional que traicionó en ese entonces sentencias anteriores suyas, no tuvieron reparo alguno en desatender el resultado del plebiscito, para darle gusto al presidente de turno. Qué bueno hubiera sido en ese entonces hacer conocer de esa corte cierta historia contada por Herodoto, el historiador y geógrafo griego, plasmada después en famosos cuadros del pintor Gerard David (1460-1523): el “juicio de Cambises” y “El despellejamiento de Sisamnes”.

En los actuales momentos se advierten manifestaciones que hacen pensar en un nuevo rompimiento del equilibrio de poderes y en que se quiere socavar la democracia. Sin espacio para referirnos a todas ellas, basta por ahora mencionar la pretensión de liberar y nombrar como gestores de paz a personas sindicadas de cometer graves delitos -así no estén condenadas-, que se encuentran en prisión en espera del resultado del juicio respectivo. Su liberación no sólo significaría una afrenta a la sociedad y a las víctimas de los desmanes sino que claramente representaría una intromisión indebida en las funciones de las ramas legislativa y judicial. Ha de recordarse que el Congreso ya había rechazado la inclusión de esa pretensión en el proyecto que después se convirtió en la ley denominada de Paz Total. Con otras palabras, poco ha importado al ejecutivo ese rechazo, por cuanto prevalece en él su decisión de imponer su voluntad de cualquier forma, como ya lo hizo Santos al evadir el resultado del plebiscito.

Es tiempo de que las fuerzas vivas del país hagan oír su voz, desde luego por los cauces constitucionales y legales, pero no es la única voz que debe ser escuchada. El mismo artículo 113 de la Constitución alude a la existencia de otros órganos, autónomos e independientes para el cumplimiento de las demás funciones del Estado. Corresponde a las Cortes, la Procuraduría General de la Nación, la Fiscalía General de la Nación y la Defensoría del Pueblo unir esfuerzos para frenar tamaño despropósito, impedir se socaven los cimientos de la democracia y se menoscabe la independencia de las ramas del poder público. Es que, más allá de lo que significa la liberación de personas acusadas de cometer graves delitos -hecho de por sí de gravedad extrema-, está en juego el equilibrio de poderes y de la respuesta que se dé dependerá que reencarne o no en Colombia el despotismo francés que ejerció Luis XV, ahora en cabeza del presidente Petro.

Al igual que las Cortes y los demás órganos, la Fiscalía General de la Nación tiene un papel fundamental que jugar en defensa del orden jurídico y sus primeras declaraciones son alentadoras a este respecto. Ya era hora. Es muy positivo que haya esclarecido el crimen horrendo de un famoso peluquero o avanzado en la lucha contra la compra de votos, así haya tocado solo al eslabón más débil de la cadena de compra de votos, pero en su papel, si quiere pasar a la historia, debe ir más allá e investigar lo que está sucediendo en el Congreso de la República para aprobar casi sin discusión alguna los proyectos de reforma del ejecutivo, es decir, si hay o no intercambio de votos por dádivas. Es hora de demostrar que el crimen y el soborno no pagan, que los desmanes cometidos se sancionan, que la protesta violenta no tiene amparo constitucional o legal, que la financiación de la primera línea no está permitida, que la corrupción se combate eficaz y ejemplarmente, que los casos sonados y escandalosos de corrupción son esclarecidos. 

La democracia está en juego. 

P.D.: A propósito de los gremios económicos. También se socava la democracia y atenta contra la libre empresa, mediante el ejercicio de presiones, o el envío de mensajes o la realización de insinuaciones a los gremios de la producción para que cambien a presidentes incómodos para el gobierno.  Algunos gremios al parecer cedieron o sucumbieron a esas presiones. No lo hizo la ANDI, por fortuna, cuya actitud es digna de elogio. El camino fácil -pero no el apropiado- es el de aceptar la renuncia del respectivo presidente gremial cuando quiera que el servidor público de turno no atiende sus llamadas, o no se le recibe, o se le quiere desconocer su interlocución. Por ese camino se doblega al empresariado y, como se dice popular o vulgarmente, “se les está midiendo el aceite”.

José Fernando Torres
@josetorresf

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