“¡Defender la democracia, maestro!” hoy más vigente que nunca
Han pasado cuarenta años desde que el Palacio de Justicia ardió en llamas. La herida no cierra porque la impunidad nunca permitió que cerrara.
Cuarenta años desde aquella jornada en que el M-19 decidió incendiar la democracia, asesinar magistrados y destruir uno de los símbolos más sagrados de la institucionalidad colombiana.
Fue un ataque no solo contra un edificio, sino contra la esencia misma del Estado de Derecho. Hoy, paradójicamente, quienes empuñaron las armas contra la República son los que la gobiernan.
El dolor sigue intacto. La herida no cierra porque la impunidad nunca permitió que cerrara. Las familias de las víctimas aún esperan justicia, mientras los victimarios posan de estadistas, dictan cátedra de moral y reescriben la historia desde el poder.
Lo que antes era un crimen contra la patria, hoy se maquilla como “revolución romántica”. Lo que antes nos horrorizaba, hoy se enseña como ejemplo de “resistencia”.
El M-19, financiado en su momento por narcotraficantes como Pablo Escobar, se transformó en un movimiento político que llegó al Palacio de Nariño. Pero su narrativa no cambió: hoy, desde el poder, alimentan una nueva generación de subversivos. Promueven el odio de clases, justifican la violencia con discursos de redención y, peor aún, llaman “gestores de paz” a los capos del crimen organizado. En lugar de construir un país reconciliado, abren las puertas a la anarquía y siembran división.
La frase del coronel Alfonso Plazas Vega, pronunciada en medio del fuego aquel 6 de noviembre de 1985 —“¡Defender la democracia, maestro!”—, resuena hoy más vigente que nunca. Porque la democracia vuelve a estar bajo ataque. No por las balas del M-19, sino por el poder que ellos mismos conquistaron. Un poder que amenaza a las cortes, intimida a los magistrados y desprecia los límites institucionales que dan equilibrio a la nación.
Colombia presencia con estupor cómo Petro, que un día empuñó las armas, hoy empuña el discurso del resentimiento. Cómo se burla de la justicia y ataca la independencia judicial, la misma que aquel día de 1985 intentaron destruir con fuego y sangre. No es coincidencia: es la misma lógica, el mismo desprecio por la ley, ahora vestido de demagogia.
Por eso, en esta fecha que duele tanto, su presencia no es bienvenida. No puede serlo. No se puede rendir homenaje a las víctimas de la barbarie mientras se justifica a los verdugos. No se puede hablar de paz mientras se premia la violencia. No se puede honrar la democracia desde la trinchera del odio.
Defender la democracia no fue una consigna del pasado: es una obligación presente. Hoy más que nunca, Colombia necesita recordar que la libertad se defiende, no se negocia. Y que cada intento por borrar la memoria es, en el fondo, un intento por repetir la historia.