Índice de Sátira Política
La sátira, más que una burla, es un signo de salud democrática.
En Colombia, el humor político se ha convertido en una especie de observatorio de la realidad nacional. Allí donde el discurso oficial intenta imponer solemnidad, la risa cumple el papel de disidencia. La sátira, más que una burla, es un signo de salud democrática. Permite poner en evidencia las contradicciones del poder y humanizar el debate público. En un país con un superávit de material absurdo, los humoristas terminan siendo cronistas de lo que la política no logra decir con seriedad.
Desde los días de Jaime Garzón, el humor ha sido un acto de resistencia. Sus personajes —Heriberto de la Calle, Néstor Elí, Dioselina— revelaban verdades incómodas detrás de cada chiste. Su asesinato fue, en cierta forma, una advertencia de que cuando un país deja de tolerar la risa, empieza a acostumbrarse al miedo. Garzón entendió que el humor no era una distracción, sino una herramienta para pensar, una pedagogía ciudadana que incomodaba al poder.
Hoy, esa tradición sigue viva en distintos formatos como columnas, videos, memes, obras, podcasts o sketches digitales. Cada generación ha encontrado su propia forma de satirizar la política. Por ejemplo, Daniel Samper Ospina, con su mezcla de ironía, teatro y periodismo, representa esa continuidad. En tiempos en que la política parece un sketch perpetuo, él se ha vuelto el cronista del disparate nacional con más de 200 funciones entre “Circombia” y el “Petroverso”. Su talento no consiste solo en burlarse del poder, sino en mostrar cómo el poder se burla del país cada semana.
Quizás por eso valdría la pena imaginar un Índice de Sátira Política. Un termómetro que mida la salud democrática de Colombia. Entre más material tengan los humoristas, peor estamos gobernados; entre menos inspiración les dé la política, mejor nos estará yendo como sociedad. Si algún día se nos acaban los chistes, tal vez sea porque, al fin, la política empezó a madurar.
El humor político no solo provoca risa: educa, desnuda el discurso oficial y le recuerda al poder que siempre hay alguien mirándolo con incredulidad. En sociedades saturadas de propaganda y solemnidad, la sátira cumple una función cívica: obliga a los líderes a mantener los pies en la tierra. Por eso incomoda tanto. El humor no busca tumbar gobiernos, pero sí derribar imposturas; no reemplaza la crítica, la multiplica. En un país donde la indignación suele agotarse en los titulares, la ironía conserva una ventaja: hace pensar mientras hace reír.
La sátira política, lejos de ser un accesorio, es un acto de ciudadanía donde el humor se convierte en ese termómetro democrático. Reír no es rendirse: es resistir y adaptarse. Especialmente, en un país donde el absurdo se disfraza de política, tal vez la sátira sea lo más serio que nos queda.