La banalización del mal gobierno
El Gobierno ha logrado algo insólito: volver irrelevante su propio caos
En Colombia ya no hablamos del Gobierno de Gustavo Petro; hablamos del último trino de Gustavo Petro. Esa es, quizá, la mejor evidencia del deterioro institucional que vivimos: el país quedó atrapado en un bucle de escándalos, ocurrencias digitales y sobresaltos narrativos donde la política dejó de ser un ejercicio de gobierno para convertirse en una secuencia interminable de estímulos. Alejandro Gaviria lo advirtió hace años: “la agenda del país gira alrededor del Twitter(X) de Petro”. Hoy esa advertencia se convirtió en una forma de gobernar.
La degradación no empezó con su llegada a la Casa de Nariño. Petro arrastraba una historia plagada de denuncias, contradicciones y escándalos que nunca terminan de aclararse, pero que fueron relativizados por el fervor electoral, la narrativa de la “persecución” y el cansancio ciudadano con la clase política tradicional. El problema es que esas alertas, lejos de disiparse, se potencializaron en el poder. Lo que antes era ruido, hoy es política pública. Lo que antes era una anécdota, hoy es la agenda del país.
El Gobierno ha logrado algo insólito: volver irrelevante su propio caos. Cada semana aparece un nuevo episodio que, en cualquier democracia seria, ameritaría crisis de gabinete, debates serios o renuncias inmediatas. Pero aquí todo se licúa. El escándalo de hoy desplaza el de ayer, pero solo para ser eclipsado mañana. Y en esa acumulación, todo pierde peso moral, político y simbólico. Cuando la indignación se vuelve rutina, deja de ser indignación y se convierte en paisaje.
Esa banalización del mal gobierno ha sido funcional para el presidente. No corrige, no explica y casi nunca rectifica. Se limita a producir más contenido, más ruido, más distracción. Su presencia digital es el mecanismo perfecto para dominar el ciclo mediático y diluir responsabilidades. Petro no gobierna, compite consigo mismo en una especie de reality presidencial donde la coherencia es irrelevante y la solemnidad del cargo, un estorbo.
Lo más preocupante es que esta dinámica ha erosionado la dignidad presidencial. Un jefe de Estado debería encarnar sobriedad, mesura, confianza. En vez de eso, tenemos un presidente que improvisa como método, que convierte sus errores —forzados y no forzados— en parte de su marca, y que parece disfrutar la sensación de desconcierto que produce. No hay respeto por el símbolo presidencial ni por la institucionalidad que representa. Hay, en cambio, una especie de satisfacción en demostrar que puede tensarlo todo sin consecuencias.
El resultado es un país atrapado en un círculo vicioso: una opinión pública agotada, una oposición que corre detrás del último incendio digital, unos medios de comunicación rehenes del algoritmo del presidente y una ciudadanía que ya no distingue gravedad, jerarquía ni responsabilidad. Todo se normaliza. Todo parece lo mismo. Todo da igual.
Romper esta dinámica es urgente. Pero nadie, hasta ahora, ha podido escapar de ella. Ni la oposición, que confunde respuesta con reacción. Ni los medios, que confunden noticia con estímulo. Ni las instituciones, que se ven superadas por la velocidad con que el presidente trivializa sus propias faltas. Petro, sin planificación ni estrategia, logró domesticar al país y nos acostumbró a la excepción.
La banalización del mal gobierno es la peor forma de autoritarismo. No la que impone miedo, sino la que destruye la capacidad colectiva de diferenciar lo grave de lo anecdótico. Cuando un país deja de asombrarse ante el abuso, la mentira o la negligencia, el poder ya lo ganó todo. Y ese, lamentablemente, es el verdadero logro de este Gobierno.