La política burlándose de la sociedad
La política se burla de la sociedad cuando la razón es reemplazada por la pasión desenfrenada.
Vivimos en una época en la que el escenario político se ha convertido en un espectáculo, en una especie de circo moderno en el que los gritos, los insultos, y las promesas absurdas ocupan el centro de atención. Pero, lo más preocupante de este espectáculo no es el ruido que generan los “showmans” de la política, sino el poder que logran con un discurso que alimenta más la pasión que la razón. La sociedad parece estar siendo arrastrada por estos personajes que, a través de su descaro, cinismo y provocación, han sabido transformar la política en una burla.
Comencemos por el circo de la Casa Blanca: Donald Trump es el reflejo de este fenómeno. Un showman más que un político, un hombre que prefiere despertar sentimientos viscerales, apelando a los prejuicios, a la rabia y a la polarización. Trump ha comprendido algo aterrador: en una sociedad bombardeada de información, la razón queda en segundo plano frente a la emoción inmediata. Su retórica incendiaria, su desprecio por las formas políticas tradicionales, e incluso su uso repetido de la mentira, le han otorgado una suerte de carácter auténtico. En la política de la posverdad, ser coherente, cumplir promesas o hacer un buen gobierno parece ser menos relevante que provocar y entretener a la masa.
En Colombia, el excandidato presidencial Rodolfo Hernández encarna otro rostro de esta política que burla a la sociedad. Hernández capturó el descontento popular con un discurso hostil y vulgar, vendiéndose como el héroe anticorrupción. Sin embargo, detrás de su retórica populista, había un hombre que ha sido investigado por corrupción, que muestra una intolerancia casi caricaturesca y que rara vez se dignó a entablar diálogos genuinos. Su candidatura fue una declaración de intenciones: a la política colombiana no le importa demasiado la coherencia, sino la habilidad para desatar emociones con un mensaje ruidoso y divisivo. Podría mencionar más personajes como Hernández, en Colombia, abundan los “Rodolfos”.
En Argentina está Javier Milei, el libertario que ridiculiza la política, casi un personaje sacado de una novela distópica. Milei es un provocador que se burla abiertamente de las formas tradicionales de hacer política. Lo presentaron como “el loco Milei” y parece que aprovechó esta etiqueta para cuestionar sin filtros, lanzar insultos y reducir la política a su propia caricatura. Su llegada al escenario político argentino se debe, en gran medida, al hartazgo de una población que, tras años de crisis económica y desgobierno, parece haber perdido la esperanza en cualquier salida racional. “¿Qué puede ser peor?” pareciera ser el lema de quienes lo apoyan. Y mientras Milei aplica su agenda con retórica de confrontación, el resto de los políticos parece resignado a mirar desde la barrera cómo este nuevo tipo de liderazgo destroza el poco prestigio que quedaba en la política argentina.
En Venezuela está Nicolás Maduro, el dictador que parodia la democracia. Aunque su llegada al poder no puede compararse con el ascenso democrático de los personajes anteriores, Maduro ha convertido su régimen en un espectáculo de autoritarismo y manipulación. Su lenguaje, su discurso de “resistencia”, sus ideas absurdas y sus burdas imitaciones de una democracia que no existe son otra forma de burla. Él representa a esos líderes que, aunque en un contexto autoritario, también juegan a ser figuras “carismáticas”, intentando convencer al mundo de que lo suyo no es una dictadura, sino una revolución.
Cuando personajes como Trump, Hernández, Milei y Maduro llegan al poder o incluso obtienen grandes cuotas de aceptación, lo que tenemos enfrente no es solo el reflejo de una política degradada, sino una sociedad cómplice de la farsa. El problema no son los “políticos showman”, sino una ciudadanía que, en su frustración y desencanto, se entrega sin reservas a las emociones más primarias. Así, la política deja de ser un espacio de debate y vuelve a su esencia, una trinchera de odios, en un tablero de egos donde el grito se impone a la reflexión, y la caricatura reemplaza a la representación genuina.
La política se burla de la sociedad cuando la razón es reemplazada por la pasión desenfrenada. Como sociedad, hemos cedido el poder a aquellos que hacen de la política su espectáculo y del desdén su bandera. Aunque la democracia nos otorga el poder de elegir, hemos olvidado que no hay mayor ironía que entregar ese poder a quienes desprecian la responsabilidad de gobernar.