¿Anhedonia? No eres el único

David lleva más de 10 años lidiando con esta desconexión y aunque escéptico, está tratándose con estimulación magnética transcraneal (EMT), va a terapia y toma medicación.


Tomás Tibocha
sept 16 de 2024 04:04 p. m.
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"La primera vez que me di cuenta que algo no estaba bien en mí fue a los 19 años”, me empezó a contar David, quitándose su chaqueta y colgándola en el respaldo de su silla. “Yo estaba con mi novia de ese entonces en un concierto de música country, que es como el vallenato en Norteamérica. Era julio, puro clima de verano; y el ambiente era espectacular, como en las películas gringas: gente con sombreros tipo vaquero, universitarias cantando en los hombros de los tipos, hombres sin camiseta y cerveza por todas partes. Yo, obviamente, no me sabía ninguna canción (risas), pero no afectaba en nada la situación”.

“De un momento a otro, cuando sonaba una de las mejores canciones de esa tarde-noche, me di cuenta que no me sentía feliz; no lo era por más que quería estarlo y por más que todo a mi alrededor era perfecto: estaba con mi novia, era verano, un concierto chévere, yo de salud estaba bien, mi familia sin problemas. Pero, no solo era que no me sentía feliz, eso era lo de menos, porque la felicidad viene y va, y sé que es fluctuante”, me explicó mientras rasgaba varios sobres de azúcar y empezaba a mezclarlos en su café.

Luego, con un cambio fuerte en su voz y con muestras de un claro conflicto interno, me dijo: “lo que me llamó la atención, y fue algo que me invadió súbitamente, fue el hecho de no estar sintiendo nada, ¡fue muy raro!; era como si me hubieran apagado el interruptor de las emociones; fue como cuando uno está montando en los carritos chocones, que se está divirtiendo y quiere ir toteado de la risa a chocar a los que lo chocaron, y de repente, sin previo aviso, apagan la corriente y el pedal de acelerar deja de funcionar. Es esa misma sensación, no sé si me explico”.

“Fue tan extraña para mí que dejé de saltar y simular que cantaba, me quedé ahí parado mirando el piso, como asimilándola, como si me acabaran de dar una mala noticia; hasta que uno de los amigos con los que fuimos me dio una palmada y me preguntó que qué me pasaba”. Para ese momento, aunque yo no alcanzaba a dimensionar plenamente lo que él experimentaba, era evidente que a David la vida le había cambiado ese día.

“Yo sonreí y le dije que nada, y me hice el que volvía a disfrutar, pero el resto de ese concierto estuve procesando ese estado, sin importar qué tan alta estuviera la música o qué tanto gritara la gente. Ese estado, sin sospecharlo, se convertiría en mi nueva normalidad. Luego, en agosto, unas semanas después de ese concierto, regresé a Colombia y pedí una cita con un psiquiatra. Me diagnosticaron con depresión, me hospitalizaron en una clínica psiquiátrica por unas semanas y empecé a tomar antidepresivos”, me relató con total fluidez, como si estuviera en piloto automático, como quien ya ha contado la historia más de 1.000 veces.

Después de varios sorbos de su café, me hizo un repaso rápido y contundente de lo que ha sido su vida desde entonces: “así llevo todo este tiempo. Yo, prácticamente, no tuve 20’s, mi juventud se me ha ido en esto. Para que se haga una idea, me pasa mucho que estoy pasando la calle, el semáforo del otro lado cambia, y se vienen los carros y las motos; las personas a mi lado empiezan a apurarse para llegar rápido al andén, y yo, en cambio, sigo caminando como si nada; veo que vienen hacia mí y me da igual, no siento nada; deben pensar que los estoy desafiando o que soy un irreverente”.

“Y así es con todo. Estuve de viaje en Europa, allá en los lugares más turísticos, y lo único que yo quería era quedarme solo en la habitación del hotel. Lo mismo fue en Perú. He salido con mujeres hermosas, muy interesantes, pero he dejado morir eso porque soy incapaz de sentir sus besos, sus chistes, sus caricias y todo lo demás; para ellas es muy extraño, porque no lo dimensionan, no entienden porqué alguien de la nada quiere alejarse, si en apariencia todo está bien y la estamos pasando bien”.

Se tomó un sorbo grande y, mientras pedía la cuenta, agregó: “me han ascendido en el trabajo, me felicitan regularmente, y me da igual. Hablo con congresistas, exministros, CEO y gente que sale por televisión, y no me significa nada. Compré mi primera casa, viví el momento cliché en el que a uno le dan las llaves y lo felicitan, y me valió 3. Después invertí en una segunda, y la misma vaina. Dígame así cómo quiere uno seguir viviendo, dígame así cómo uno quiere irse de viaje, tener novia o seguir creciendo profesionalmente. ¡No hay cómo! Y ya no me paso la palmadita en el hombro y que me digan que voy a estar bien, así llevó más de 10 años, no tienen ni idea de lo molesto que es”.

Le dijo al mesero que con datáfono (el pago), sacó su billetera del bolsillo del pantalón y, sin temor a ser escuchado por él, exclamó: “desde ese día del concierto no he sentido felicidad un solo día de mi vida, ¡ni uno solo! Se me olvidó qué se siente el viento en la cara o las mariposas en el estómago. Ya llevo 3 hospitalizaciones en el psiquiátrico, he tomado cuánta pepa (antidepresivos) me han dado; hice 4 años psicoanálisis, con 4 sesiones por semana. Casi 20 sesiones de terapia electroconvulsiva (Tecar), me han inyectado cualquier cantidad de ketamina en la sangre, y he hecho estimulación magnética transcraneal (EMT). Este año ya llevo 2 intentos de suicidio”.

El mesero, que esperaba el mejor momento para interrumpir prudentemente y preguntarle a David si quería copia del boucher, fingió no haber escuchado nada. David negó la copia del boucher, se puso de pie, tomó su chaqueta y, antes de irse, me dijo con resignación: “¿sabe qué es lo más difícil de esto, incluso más difícil que mi no respuesta a los tratamientos? Que nunca me he encontrado a nadie que esté pasando por las mismas, alguien con quien yo pueda hablar de esto y sentir que no estoy loco”.

“Y es que esta vaina de la anhedonia no viene sola, es el paquete completo: desinterés extremo, insomnio, trastorno por atracón, ansiedad, falta de energía, mala memoria, ganas de matarse y cambios en los estados de ánimo. Es triste ver cómo la vida se le va a uno sin poder saborearla. Ya voy para los 32 años, y no tuve mis 20’s. ¿Quién me garantiza que voy a tener 30’s? Esta enfermedad es muy rara. Sin querer decir que todo es perfecto, puedo decirle que en este momento no hay nada en mi vida que sea negativo, y aun así no quiero seguir viviendo”.

Se despidió, se puso sus audífonos, me sonrió y se dio media vuelta. Salió caminando como si nada, ante la mirada indiscreta del mesero que lo miraba desde la caja registradora. Si David no hablaba sobre este tema con semejante nivel de detalle, era imposible imaginarse que él sufría de depresión. Por alguna razón, siempre he pensado que quien padece de depresión es alguien con una tristeza irremediable, alguien que se le ve el malestar de lejos, alguien que es todo lo contrario a David.

La anhedonia, a diferencia de otros síntomas de la depresión -como el insomnio, la irritabilidad, la falta de energía, la alteración del apetito, los problemas para concentrarse o las ideas de muerte-, que son de entendimiento universal, es un término del que rara vez se habla; y cuándo se hace, no suele ser del todo entendido. Sin embargo, su padecimiento, que es más común de lo que se piensa, es tan severo que tiene el potencial de condicionar la vida de la persona, al punto que esta pueda perder sentido.

El concepto, un neologismo del griego: ‘a’, sin; y ‘hêdonê’, placer (sin placer), se refiere a la dificultad para sentir o experimentar emociones. Este estado, sin el ánimo de ofrecer una definición clínica ni de entrar en terrenos científicos, consiste en una profunda indiferencia, que es transversal a todas las áreas de la vida; y en la anulación de las emociones profundas, el afecto hacia los demás, el interés por socializar y la satisfacción. Es, en palabras prácticas, la sensación de desconexión con el mundo.

Por eso, para cualquiera que pueda estar experimentándola, quise compartir esta conversación con David, con el fin de que se identifique, sienta (por difícil que sea) que no está solo y que, espero, le pueda dar algo de esperanza en su proceso. David lleva más de 10 años lidiando con esta desconexión, y estuvo de acuerdo con este ejercicio. Él es un hombre de casi 32 años, laboralmente activo, soltero, de buena apariencia y perfecta salud física; que, aunque escéptico, está tratándose con estimulación magnética transcraneal (EMT), va a terapia y toma medicación. Él, pese a todo, lo está intentando.

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