Sobrevivir al suicidio

Sobrevivir al suicidio, de alguna manera, es más que sobrevivir a uno mismo. Es, como alguna vez se lo escuché a alguien, “sobrevivir a la ausencia de uno mismo”.


Tomás Tibocha
oct 04 de 2024 06:00 a. m.
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Si la estadística de suicidios fuese proporcional a lo que se habla del tema, el fútbol cambiaría de horario, la política iría después de comerciales; y la corrupción, otro tema más de relleno. Y si, además, la estadística fuese sobre intentos de suicidio, puede que la próxima tributaria no financie embajadas, carreteras o colegios, sino que, a lo mejor, subsidie la terapia y los antidepresivos.

Dicho escenario parece desproporcionado, es cierto. Pero, cuando el 73% de los suicidios se dan en países de ingresos bajos y medios, como Colombia; cuando suicidarse es la tercera causa de muerte en personas entre los 15 a los 29 años; y cuando cada año 726.000 personas en el mundo, cifra que es superior a la población de Bucaramanga, Santa Marta o Ibagué, se quitan la vida deliberadamente, es difícil pensar que se está exagerando.

Sin embargo, así como pasa con el conflicto armado, la delincuencia o el narcotráfico, hablar del suicidio desde la óptica cuantitativa dice poco y nada. Nadie se conmueve con un porcentaje o un promedio. Por más apabullantes que sean las métricas, que lo son, cuando no hay un quién de por medio, es difícil sentir cercanía con un número.

Por eso, como en todo, es mejor abordarlo desde lo humano; desde la madre, el hijo, la amiga o el hermano, que decidieron no estar más. Desde el lado del que persigue las olas del mar, del que espera un tren que no abordará, del que ve en los balcones algo más que la vista o del que sin careta se atreve a bucear. Abordarlo no es amarillismo, no es profundizar en la herida; es dejar el tabú y la censura irracional; es hablar de algo real y creciente; y de una problemática que entra así no la inviten, que se mete sin bienvenida estar.

Tampoco es hablarlo por hablarlo. De hecho, más que hablarlo, es escucharlo; porque a veces, quien lo está contemplando, solo quiere eso: ser escuchado. No hay frase mágica ni técnica infalible que desarme ese impulso; lo que sí hay, quizás no el suficiente, es personal capacitado para pensarlo dos veces, para reconsiderarlo, para reconocer que el suicidio es una decisión individual con implicaciones colectivas.

Sobrevivir al suicidio, de alguna manera, es más que sobrevivir a uno mismo. Es, como alguna vez se lo escuché a alguien, “sobrevivir a la ausencia de uno mismo”, porque una parte de uno, esa que sí quiere vivir y que siempre ha querido hacerlo, se esconde; se encoje y acurruca por dentro, detrás de todo lo malo que puede pasar, para darle paso a un acto impulsivo que se ejecuta a pesar de las dudas.

Sobrevivir al suicidio es encarnar una cifra; es hacerse un tatuaje que solo uno ve. Es un recuerdo vitalicio de lo que pudo haber sido y no fue, pero que eventualmente podría ser. Es un pasado vívido que siempre estará, como la guerra para el soldado o la gloria para el atleta. Es una marca de agua en las pupilas. Es un apellido más.

Por todo lo anterior, y porque los expertos hablan de que el malestar emocional es una pandemia silenciosa, vale la pena referirse al próximo 10 de octubre: Día Mundial de la Salud Mental, que es promovido por la Federación Mundial en la materia y la OMS. Esta fecha, más allá de su racional, es una buena excusa para reconocer cuánto bien nos haría como sociedad la priorización de este campo.

Ya es hora de normalizar el ir a terapia, sobre todo en estos días que se puede hacer remotamente: desde un parque, la casa, una sala de juntas vacía. Ir a terapia es como ir al gimnasio, leer un libro o caminar por el parque; se hace porque es necesario y porque a nadie le sobra. No hay que justificarla ni está supeditada a un evento traumático. Sencillamente se hace.

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